* Llegar a Alaska, por Joaquín
Lo paradójico
de alcanzar un objetivo es que el sabor
y el placer, no lo da el hecho de llegar, sino la mirada puesta en el camino
andado. Es inmenso y a la vez intangible, es una emoción difícil de abarcar y
más aún de entender. Por esta razón,
pido disculpas de antemano si lo que sigue es un poco desordenado o confuso,
pero puede que así me sienta en estos momentos.
Intento
volver el tiempo atrás y ver si alguna de las razones por las que salimos a
viajar, siguen entre las principales razones por las cuales llegamos, y en mi
caso particular, creo que casi ninguna. La idea de escapar un poco de la
rutina, de vivir una aventura, de conocer
personas y lugares, se hizo realidad, pero no tardé en darme cuenta que
eso no era lo que realmente buscaba.
El camino de la búsqueda, muchas veces puede llegar por vías que no abrimos intencionalmente, y el viaje, en mi caso, creó el ambiente que necesitaba para preguntar.
Me acuerdo la primera vez, en el sur de Chile, cuando después de varios días de andar, de incomunicación con el mundo que existe ahí afuera de la camioneta, de incomodidad, de falta de ducha y de largos silencios que llegaban a durar cientos de kilómetros, las lágrimas empezaron a salir desde algún hueco vacío de adentro mío. En esos primeros días de viaje, caí en la cuenta de que esto no se trataría solamente de un tendal de paisajes para el recuerdo. Y en ese mismo momento, cuando uno se las tiene que ver con lo que sale desde rincones remotos del alma, y no hay más remedio que enfrentarlo ni distracciones que nos saquen del apuro, entendí que un proceso nuevo empezaba en mi, proceso que para existir, tiene como única condición, nunca terminar.
El camino de la búsqueda, muchas veces puede llegar por vías que no abrimos intencionalmente, y el viaje, en mi caso, creó el ambiente que necesitaba para preguntar.
Me acuerdo la primera vez, en el sur de Chile, cuando después de varios días de andar, de incomunicación con el mundo que existe ahí afuera de la camioneta, de incomodidad, de falta de ducha y de largos silencios que llegaban a durar cientos de kilómetros, las lágrimas empezaron a salir desde algún hueco vacío de adentro mío. En esos primeros días de viaje, caí en la cuenta de que esto no se trataría solamente de un tendal de paisajes para el recuerdo. Y en ese mismo momento, cuando uno se las tiene que ver con lo que sale desde rincones remotos del alma, y no hay más remedio que enfrentarlo ni distracciones que nos saquen del apuro, entendí que un proceso nuevo empezaba en mi, proceso que para existir, tiene como única condición, nunca terminar.
Si bien me cuesta compararme con el
Joaquín que salió hace casi dos años y medio, me acuerdo perfectamente, incluso
puedo sentir, el miedo paralizante que me causaba dejar todo lo conocido hasta
el momento y pensar en la vuelta. A pesar de que el regreso era lo más lejano,
era lo que más me atormentaba, pero visto con los ojos de hoy, no me sorprende.
Siempre vivía con la cabeza varios meses más allá de donde pisaban mis pies. Si
bien es algo con lo que voy a seguir lidiando el resto de mi vida, hoy puedo
decir que a fuerza de vivir el día a día, por no tener otra alternativa, voy
aprendiendo a confiar más en lo que viene. Si cada día, durante más de dos
años, tuvimos que destejer todos los
planes cada una de las veces que intentamos aferrarnos a uno específico. Si
cada una de las noches tuvimos que buscar la forma de encontrar dónde dormir,
o dónde bañarnos, y siempre lo
conseguimos, si cada vez que necesitamos un poco más plata de la que teníamos
encontramos la forma de conseguirlo, me pregunto y me re pregunto: ¿Tiene
sentido vivir pensando en lo que nos va a faltar más adelante?
Para poder poner en perspectiva algo de lo que significa este viaje para mi y para los dos, porque todo sería imposible, lo mejor que puedo decir es que, al cambiar la manera de vivir tan drásticamente, todos los parámetros de lo que es normal o necesario se volvieron totalmente relativos. Y esto es mi descubrimiento más importante. Fueron dos años muy intensos, con demasiadas experiencias nuevas vividas, muchas de ellas muy fuertes. Entonces, no puedo pensar como lo hacía antes, acerca de lo que es comer bien, si lo hice sin necesidad de pasarme. De lo que es vivir bien, si pudimos hacerlo en dos metros cuadrados y con 20 dólares al día. De lo que es una relación auténtica, si vivimos más de dos años sin posibilidad de ocultar nada. De la simpleza, si conocimos gente feliz sin más patrimonio que una linda familia y amor por lo que hacían. De la humildad, si vimos de cerca la dignidad de la gente más pobre. Del esfuerzo, si lo tuvimos que hacer cada día para seguir adelante. Y del amor, si cada uno de los días nos tuvimos nada más que el uno al otro, sin otra alternativa que la de seguir aprendiendo, a juzgar más lento y a entender más rápido. Si todo lo vivimos a diario, si todo lo sentimos a flor de piel.
Por eso, más allá de estar agradecido a la gran cantidad de gente que nos ayudó incondicionalmente, algunos sin conocernos, otros con una amistad forjada en la ruta, otros desde lejos, como nuestras familias y amigos más cercanos, que definitivamente entre todos nos dieron mucha fuerza para siempre seguir, no puedo dejar de sentir en este momento, más que nunca un inmenso e infinito agradecimiento a la persona con la que compartí desde el primer kilómetro hasta el último. A mi mujer, que cómo desde el día que estamos juntos, nunca dejó de acompañarme, de apoyarme, de entenderme y sobre todo de quererme así como soy. No me surge otro sentimiento más fuerte que éste. Si cada día estuvimos juntos, con tantas crisis como momentos increíbles, si puedo sentir que puedo crecer, porque tengo al lado alguien que me entiende, que me empuja, que hasta en los momentos en que menos me soporta me hace sentir la persona más importante del mundo. Si cada día tuvimos que aprender a compartir todo, desde que abrimos un ojo hasta que lo cerramos.
Por todo esto, todo este viaje fue para crecer, personalmente y como pareja, tanto que es imposible unir letras para describirlo. Por eso, llegar a Alaska es decir GRACIAS a la vida por darme tanto. Y de yapa nos transportamos por estos increíbles paisajes, llenos de gente más increíble aún.
*El canto del cisne, por Clara
Para poder poner en perspectiva algo de lo que significa este viaje para mi y para los dos, porque todo sería imposible, lo mejor que puedo decir es que, al cambiar la manera de vivir tan drásticamente, todos los parámetros de lo que es normal o necesario se volvieron totalmente relativos. Y esto es mi descubrimiento más importante. Fueron dos años muy intensos, con demasiadas experiencias nuevas vividas, muchas de ellas muy fuertes. Entonces, no puedo pensar como lo hacía antes, acerca de lo que es comer bien, si lo hice sin necesidad de pasarme. De lo que es vivir bien, si pudimos hacerlo en dos metros cuadrados y con 20 dólares al día. De lo que es una relación auténtica, si vivimos más de dos años sin posibilidad de ocultar nada. De la simpleza, si conocimos gente feliz sin más patrimonio que una linda familia y amor por lo que hacían. De la humildad, si vimos de cerca la dignidad de la gente más pobre. Del esfuerzo, si lo tuvimos que hacer cada día para seguir adelante. Y del amor, si cada uno de los días nos tuvimos nada más que el uno al otro, sin otra alternativa que la de seguir aprendiendo, a juzgar más lento y a entender más rápido. Si todo lo vivimos a diario, si todo lo sentimos a flor de piel.
Por eso, más allá de estar agradecido a la gran cantidad de gente que nos ayudó incondicionalmente, algunos sin conocernos, otros con una amistad forjada en la ruta, otros desde lejos, como nuestras familias y amigos más cercanos, que definitivamente entre todos nos dieron mucha fuerza para siempre seguir, no puedo dejar de sentir en este momento, más que nunca un inmenso e infinito agradecimiento a la persona con la que compartí desde el primer kilómetro hasta el último. A mi mujer, que cómo desde el día que estamos juntos, nunca dejó de acompañarme, de apoyarme, de entenderme y sobre todo de quererme así como soy. No me surge otro sentimiento más fuerte que éste. Si cada día estuvimos juntos, con tantas crisis como momentos increíbles, si puedo sentir que puedo crecer, porque tengo al lado alguien que me entiende, que me empuja, que hasta en los momentos en que menos me soporta me hace sentir la persona más importante del mundo. Si cada día tuvimos que aprender a compartir todo, desde que abrimos un ojo hasta que lo cerramos.
Por todo esto, todo este viaje fue para crecer, personalmente y como pareja, tanto que es imposible unir letras para describirlo. Por eso, llegar a Alaska es decir GRACIAS a la vida por darme tanto. Y de yapa nos transportamos por estos increíbles paisajes, llenos de gente más increíble aún.
*El canto del cisne, por Clara
Viajar es morir un poco, y llorarse, y
alegrarse por eso. Estoy desarmada, puedo ver a los pedazos de mí desparramados
por el barro, uno a uno, a todos ellos. ¿No había sido esto lo que buscabas?
Vulnerarte, ser agua y arena blanca, volver a ser vieja, y mirar desde la
infancia lejana, la inocencia que alguna vez perdí. Es verdad. No me conformaba
con creer que para el problema del hombre no exista solución, que los cuervos
serán cuervos siempre, y que uno mismo corre el riesgo de volverse ese animal
cobarde, patético y especulador. La desesperanza en nosotros me impulsó a
buscarnos, y finalmente encontrarte. Y lo hicimos andando, con poco, apenas
algunas camisetas, otro poco de condimentos y varios libros que fuimos
renovando a cada paso. Quería volverme huérfana de las verdades que se hacen llamar
verdades, que solo aprisionan y
enceguecen (le tengo más miedo a ellas que a mis propios miedos), a ellas las
deshojo, corro para que no me encuentren, para que no me descubra repitiendo
sus palabras, vistiendo su ropa o señalando lo que ellas me piden señalar. A
veces, todavía y para siempre, me encuentro comiendo migas de su mano, bebiendo
de su agua o durmiendo una siesta en su nido. Viajo para morirme un poco, para
volver a cantar, para ser como el cisne silente que, al momento de morir, lo
hace cantando, por primera y última vez. Tenía que morirme un poco para
recuperar la infancia arrebatada por todas esas voces que no hacen más que
ruido, y están siempre ocupadas. Y para eso tuve que estar sola. Con Joaquín,
pero igual sola. Callarme por dos años, alejarme del sonido que entumece
corazones, y aprender, como los mamos koguis, a escuchar otras voces, otras
verdades, otras maneras posibles de ser humano. Meterme en una cueva en
Nicaragua y cagarme hasta las tripas por no escuchar otra cosa que las gotas de
mis pensamientos caer hasta estrellarse contra las piedras húmedas y frías.
Quiero poder contarles a mis hijos que la vida, de verdad, vale la pena y que
tenemos derecho a esperar mucho de ella, pero que para encontrarla tenemos que
estar dispuestos a volvernos barro. Quiero contarles historias de caimanes y
pirañas, de osos salvajes que se glotonean con salmones durante la primavera,
que incluso los cactus pueden dar flores, que al sur de la Argentina vive una
mujer de lágrimas honestas que lucha por su origen, que se llama Rosalía Puel y
es quizás una de las mujeres más dignas que conozco; quiero contarles que también
existen viejos olvidados, que para ser escuchados son capaces de inventar las
mentiras más grandiosas e invitarte a comer para hablarte de su amistad con el
Ché; que en el silencio descubrí mis verdades, y que la luna solitaria, por
entender de avatares y destino, le puso un manto blanco a mis tristezas; quiero
contarles que Joaquín me rescata todos los días porque me recuerda lo débil que
soy, ¡y que lo observen vivir!, porque en él laten muchos corazones, y que su
entusiasmo por los ríos, los mapas y las charlas de vereda me conmueven más que
cualquier canción de Mollo, más que cualquier frase de Rilke, más que todas las
Westys del mundo, que lo quiero tanto porque compartimos una misma verdad, que
nos mantiene atentos e ilusionados, la verdad de ser lo que tenemos que ser, no
más, no menos. Que los colombianos son charlatanes, abiertos y eternamente
simpáticos, que los pueblos y las veredas siguen siendo todavía el punto de
reunión para las viejas de ruleros, y que dormir la siesta en una silla
mecedora solo es un pecado en la ciudad de los cuervos. Que existen mujeres en
Perú que a los 70 años caminan y caminan y caminan, soportando el peso de las
hojas y el trigo, que sus piernas son
fuertes y que creen que el vuelo de los cóndores presagia sus muertes; y que también
existen hombres y mujeres que solo se alimentan de hamburguesas, coca cola y de
las malas noticias del mundo; que algunos sobreviven y otros viven, y que,
aunque suene a cliché, a pesar de las diferencias, todos somos iguales, y que
la diferencia entre unos y otros radica "en negarse a que el acto delicado de girar un picaporte, ese acto por el cual todo puede transformarse, para algunos se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano". Quiero contarles que le temo a la muerte más
que nada en el mundo, pero que tuve que aprender a convivir con ella; que los pedazos de mí, desparramados en el
barro se volvieron cisne y cantaron, formando este nuevo corazón; y que también le
tengo miedo al regreso, como en su momento temí la partida. Que renunciar a
nuestras preguntas y respuestas, es renunciar a la posibilidad de ser poetas, y
que es tan importante aprender a faltarle el respeto a ciertas
responsabilidades como sospechar de las buenas intenciones de TN y CNN. Quiero poder contarles a mis
hijos que aunque intente deshacerme de la soledad, ella me persigue a todos
lados como una madre protectora que corre a su hijo con el sweater en la mano,
y que hubo alguien que me habló de ella y me susurró al oído palabras de
consuelo y aliento. El me dijo que amara mi soledad, y que soportara con una
queja bellamente sonora el dolor que me causara, y que me alegrara si con la
amplitud de esa soledad podía llegar a las estrellas. Poder contarles que en
México muchos hombres y mujeres limpian sus almas en las plazas, y regresan a
casa un poco más contentos, o que los aspirantes a torero practican maniobras
en algún parque perdido, y que un amigo que es hermano, se llevó el premio al
Rey Feo de Cuyutlán, que desfiló con la reina del pueblo y se hizo famoso por
un día. Que cuando uno viaja, también viajan con uno los hermanos, los amigos,
los padres y los que nos precedieron, que todos ellos simplemente se escabullen
en las hojas y en el viento; que es importante saber estar solo y en silencio. Que
con Joaquín compartimos una historia mágica, quizás demasiado intensa para formar
parte de la vida, que esa historia quizás sea en realidad un cuento de Cortazar; y que durante dos años
y medio no hicimos más que vivir, como diría algún mexicano, buscando la mera verdad.
Y la primera verdad nos la debemos a nosotros mismos, porque nos fuimos
transformando con el tiempo en expertos mentirosos, artífices en el arte de
fingir. Me gustaría contarle a mi hijo que lo añoré como a nadie jamás, y que
este viaje de alguna manera, fue una preparación lenta y profunda para
convertirme algún día en la mamá que seré, una cuenta historias quizás, pero de
esas que derraman vida, color y verdad. Que Latinoamérica sangra y ríe, que
muere y nace al mismo instante, y que desde acá, extraño su manera de ser
genuina. Y hoy, solo por hoy, le pido a
la mañana, que se despertó quieta e inmaculada, que se detenga. Porque quiero
abarcarla toda y detenerme en su tiempo que no apura, que es sol otoñal y
acontecer de eternidad. Pero de una eternidad finita y nostálgica, y cálida
como el abrazo maternal, y en su hora se esconde el instante, la felicidad, y
el nacimiento de la vida, pronta a crecer.
¡Gracias a todos por acompañarnos!
continuará...
continuará...